Es temprano. Domingo. Otoño. Amenaza de lluvia en el cielo. El paraguas quedó olvidado en un café del centro de la ciudad. Un viaje en metro. Un barrio desierto. Un impulso incontenible. Una incertidumbre certera. Una valentía poderosa. Un encuentro sorpresivo. Un desayuno breve. Un amor estratosferico aterriza un instante. La magia planea en miradas esquivas. Una elegante retirada.
Ovejas, pastores y curiosos llenan las arterias icónicas de la ciudad. Surrealismo urbano. Un corazón acelerado marca tictacs invisibles. Una mujer-fantasma tapada, ocultada, camina vacilante unos cinco metros detrás del hombre; ambos caminan hasta un hotel. Él delante, visible, ella cinco metros detrás le sigue. Por una mínima abertura de su indumentaria se le escapa la mirada. Sus ojos se encuentran con los míos. Tristezas: la suya, la mía, la de muchas mujeres ignoradas, silenciadas, ninguneadas, vilipendiadas. Mujeres quemadas por la inquisición, violadas por los mismos hombres de reputación social, por soldados, religiosos, vecinos, maridos. Arrebatadas de sus derechos por dictadores, por las derechas, las izquierdas, las religiones. Recluidas y prohibidas sus creaciones artísticas. Escultoras, pintoras, escritoras, poetas. Generaciones enteras de mujeres ocultadas. Las sinsombrero se recuerdan hoy en una exposición que reúne unas pequeñas muestras de la grandeza de esas mujeres.
Tristeza hoy en la piel, en el útero, en el corazón, en el recuerdo.
Fortaleza, sororidad, empatía, coraje. Bendecidas por la madre Naturaleza, somos hijas, madres, amigas, trabajadoras, amantes, compañeras, magas, creadoras, mujeres. Y eso me reconforta.
©Yolanda Jiménez (Relato y monotipia)