La tarde es calurosa y tú sientes cansancio. Más tarde aparece el dolor con punzadas intensas que te roban el aliento. Arrogante y agresivo se instala en tu cuerpo. Los calmantes que te inyectan juegan a engañarle durante dos horas. El sol se ha escondido bajo el manto de la noche. Imposible dormir. Salimos de nuevo, hacia el hospital. Preguntas, pinchazos, calmantes, suero, tensión, espera, tiempo. Más calmantes. Amanece y volvemos a casa.
Un día, una noche. Inapetente, bebes agua. Tu cuerpo no lo admite. El tiempo transcurre y algo no encaja. Algo no va bien. Tercer día extraño y volvemos al hospital. Tercer día. Desciendes el primer peldaño de una escalera perversa. Aún no lo sabemos. Un desierto te espera. Un huracán árido seca tu piel, tus jugos, mi garganta. En algún momento de la secuencia estuve mareada. La burbujas ascendían por mi nuca y el calor se apoderó de mi pecho. Conozco esta la sensación previa al desmayo. En ese momento, recuerdo que, en mi bolso tengo una botella de agua (el hospital da mucha sed). Guardo silencio y respiro. Respiro sentada en una silla de plástico blanco. Vacié el líquido elemento sobre mi cabeza. Recuperado el resuello, me recompongo. Te cojo la mano para hacerme más presente… Viajamos por pasillos y estancias de colores: amarillo, naranja… Cada vez más intensos. Cada vez más críticos. Tú sobre la cama, yo te sigo. Todo se acelera en una coreografía de médicos, cables, monitores, noticias. Es como una carrera de obstáculos. Un improvisado protagonismo en una película surrealista. Alguien pronuncia la palabra “grave”.
Tres días a tu lado, hasta aquella puerta de la UCI que nos separa. Me quedo allí, viendo cómo te alejas a toda prisa por un largo pasillo, sobre una cama con ruedas. Permanezco allí, incrédula, impotente, sujetando mi bolso y tus objetos. He perdido la noción del tiempo. Las imágenes se suceden en mi memoria… Trato de ordenar los hechos. Me derrumbo. Exploto en llanto. No sé cuánto tiempo permanecí así, entre sollozos. Me llega una voz que no reconozco: “¿qué te pasa mi niña?” No veo. No puedo hacer otra cosa que llorar. Hago un gesto para que no se acerque nadie… Me calmo y veo a dos señoras que me miran con esa complicidad que ahora nos une. Ellas esperan la hora de visitas para ver a sus familiares. La hora deseada, en la que nos permiten acceder a la Unidad de Cuidados Intensivos. Palabras para consolarme y ecos que resuenan en mi cabeza: “Esto es así”. “Siempre pasa al principio”. “Hay que llorar. Luego te acostumbras”. La mujer que me habla está a mi lado. Parece fuerte y resignada. Su mirada cálida sostiene la mía.
El hecho de estar presente. La responsabilidad de saber lo que otros no saben, me pesa. Me doy cuenta de los cambios ocurridos. Tengo que compartir las noticias. Ordeno los hechos en mi cabeza. Un ejercicio de síntesis antes de transmitir la situación. Varias llamadas. Repito el esquema con cada interlocutor. Me escucho y me creo un poco más.
Luego, me permiten entrar a verte. Me hablas bajito. Busco el contacto de tu piel en tus manos prisioneras. Salgo de allí con el peso de una gran soledad que me perfora el estómago. De una forma automatizada, conduzco hacia mi casa. Tengo la corazonada de que esta noche remontas… acaso es mi deseo. Mañana será un gran día.
Yolanda Jiménez. Abril del 2017.