Una mano inquieta busca el contacto del móvil. Apresurada, reviso la pantalla. No hay llamadas. Es una buena señal. Las horas nocturnas transcurridas te habrán acogido en un abrazo homeostático. Despierta la ciudad somnolienta. Un tibio sol acaricia mis mejillas enrojecidas. Regalo de primavera en el calendario festivo. Las calles desiertas invitan al silencio. Regreso al lugar que nos separa. A las 12 horas me tendré noticias de ti. Ansiadas noticias que tensan mi espera. Miro a los otros esperantes. Compartimos una causa común. Esperamos noticias de familiares. Esperamos con esperanza. Nombres, apellidos. El reloj corre. El tiempo se para. La tensión aumenta. Mi estómago es una espiral dentada. Me perfora los adentros. Mi soledad, ahora acompañada, permanece sola.
Tú mejoras. Un tímido destello de luz asoma a tus ojos. Te van a trasladar “a planta”; en el argot hospitalario, significa que te acercas al equilibrio. Inicias un ascenso lento, pausado. Las horas marcan el paso del tiempo: mañana, tarde, noche. Tu energía limitada. La palabra “ayuda” es un espejismo costoso de digerir. Denostada en un sociedad que sobredimensiona la independencia, el individualismo, la autosuficiencia…Ilusiones de humo para continuar la espiral del sistema.
Reconocerse, permitirse, aceptar, aprender a pedir, es un ejercicio costoso. Un trabajo personal que nos acerca a nuestra esencia. Me veo reflejada. Hago un repaso rápido por situaciones propias. El esfuerzo de pedir ayuda, de aceptar la vulnerabilidad, de mostrarse. ¿Qué hay detrás?, ¿Emoción contenida?, ¿Miedo al juicio?… “Cuando aparezca el miedo optaré por entrar el él. El miedo es algo muy primitivo. Es importante buscar un lugar propio donde encontrarme segura”. Si me veo como la mujer adulta que soy, puedo protegerme y defenderme.
Tú reconquistas tus fuerzas al ritmo que transcurren los días. Cada cable liberado, cada anexo desechado, son batallas ganadas. Bromeamos: tu mejoría contrasta con la paradoja de mis ojeras crecientes. Me reconforta la leve sonrisa que embellece tu rostro.
Una tristeza antigua me escuece en las mejillas; disfrazada de cansancio se asoma a mi sentir. Cuando estamos tristes es porque estamos procesando algo. Cuando lloramos, estamos conectando. Hay algo que me ha sucedido, que tiene que recolocarse
¿Qué guardo detrás de tantas emociones? ¿Puedo ver de dónde viene? Miro atrás. Procesos interrumpidos. El dolor de un rechazo. Una pérdida ambigua. Un abandono improvisado. Palabras no dichas. Obligados silencios. Un duelo incierto. Una digestión indigesta… Se despierta un dolor dormido que me recuerda donde estoy: en la trinchera de mis cuarenta y algunos; con prismáticos de aprendizaje. Con filtro de conciencia. Quedarme postrada entre mente y cuerpo, es quedarme en la tristeza. Las cosas, cuando terminan se reestructuran y son diferentes.
Estamos inmersos en un juego que nos juega. No se parte de un objetivo. Ese es el poder presente.
Henchida de agradecimiento, abrazo tu presencia.
Tú mejoras y eso me basta hoy.
Yolanda Jiménez. Abril 2017