Los superoganismos“Los seres humanos en la sociedad moderna lenta y cadenciosamente nos asemejamos cada día a las células de un organismo multicelular. Toda la información está disponible para cada célula, pero cada una utiliza sólo una fracción, y cada una está interconectada de alguna manera con todas las demás. Como una célula depende de otras para sobrevivir, nosotros dependemos de nuestros congéneres cada día más”. (Edwin Francisco Herrera Paz, “Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad”).
En 1911 el entomólogo estadounidense William Morton Wheeler (1865 –1937), impresionado por el funcionamiento coordinado de una colonia de hormigas, propuso para definirla el término “superorganismo”. El concepto describe a un grupo de individuos que funcionan como una unidad y no de manera independiente, y posee características específicas de tamaño, forma y comportamiento que se heredan de generación en generación.
En la colmena o el hormiguero cada miembro cumple una función social y todos dependen del resto. A tal punto que los individuos no pueden sobrevivir por su cuenta durante mucho tiempo y, hasta podría caber la pregunta de si el ser vivo es la abeja o la colmena, la hormiga o el hormiguero. Si se fuerza un poco la metáfora, se puede extender a las células vivas que conforman a un ser más complejo, como un conejo. O, un poco más osado, a los ciudadanos de un pueblo, puesto que a ellos también les costaría mucho vivir aislados, pero esto podría ser ir demasiado lejos.
En su libro Superorganismo Universal: Una Teoría de la Evolución Hacia la Complejidad, el médico genetista e investigador hondureño Edwin Francisco Herrera Paz puntualiza que la resolución de problemas por medio de una conducta coordinada en las hormigas u otros insectos sociales tales como las abejas se ha denominado ‘inteligencia colectiva’. Luego explica que este tipo de inteligencia es una propiedad emergente de un sistema compuesto por muchos individuos que sigue un pequeño conjunto de reglas y que hace funcionar al sistema como si fuera una unidad, inseparable.
“Al comparar –escribe- una colonia de hormigas o tal vez un grupo humano antiguo con la filogenia de los organismos multicelulares nos damos cuenta de que las mismas limitaciones de los primeros metazoos como los celentéreos se aplican al hormiguero o a la sociedad humana primitiva, pero en un nivel de complejidad evolutiva más alta. Aunque muy bien estructurado, el comportamiento ordenado entre individuos dentro de la colonia de hormigas es dictado principalmente por medio de señales químicas, sistema lento que requiere de proximidad entre los participantes. Los restantes tipos de comunicación visual, auditiva y táctil también necesitan de una relativa proximidad”.
Y va más allá al afirmar: “Si decimos que una medusa es inteligente, bueno, podríamos aplicar también el término a la colonia de hormigas. No hace falta decir que la diferencia en inteligencia entre un metazoo radial primitivo como una medusa y un mamífero superior como un elefante, un delfín o un ser humano, es abismal. Del mismo modo, para generar el salto de la inteligencia colectiva primitiva de la comunidad de hormigas a la gran inteligencia comunitaria es necesario desarrollar métodos de comunicación más rápidos que puedan actuar a mayores rangos de distancias. El surgimiento de una verdadera gran inteligencia colectiva de una complejidad superior no se ha verificado aun en nuestra Tierra, pero es probable que encuentre el camino a través de la especie humana”.
Pero aunque varios opinan como él que el germen podría estar allí, hay consenso en que los Seres Humanos no conforman hoy un superorganismo o una inteligencia colectiva. En una entrevista con el español Eduard Punset, el entomólogo y biólogo estadounidense Edward Osborne Wilson opinaba: “La especie humana no es un superorganismo ni la sociedad humana tampoco. Son sociedades de mamíferos que se han desarrollado gracias a la inteligencia, las estipulaciones de contratos y el lenguaje, gracias a la habilidad de cooperar incluso para preservar y mejorar su propio interés”.
Reafirma Wilson que un ejemplo de superorganismo es, sí, una colonia de hormigas porque los miembros de la comunidad desarrollaron una serie de comportamientos muy complejos por medio de los cuales cooperan. Ellas tienen formas múltiples de individuos que forman grupos que realizan muy bien una función y no tan bien otras. Y todo esto se presenta reunido, de forma que generación tras generación las colonias de ciertas especies siempre son iguales, porque el cerebro de una hormiga está programado, casi por completo, para realizar cierto tipo de comunicaciones y el trabajo, de una manera determinada. Y también para que los individuos estén categorizados por la función de su trabajo para que la colonia sobreviva: la unidad es la colonia.
En cambio, para el experto biólogo, el caso del Homo Sapiens fue diferente. En primer lugar porque, la evolución de su cerebro es una de las más rápidas de todos los tiempos. Dice Wilson: “Algo sucedió que convirtió a los primates en lo que ahora reconocemos como humanos. Y en el proceso no nos convertimos en seres como las hormigas, sino que seguimos siendo mamíferos independientes: cada ser humano trabaja por su propio interés. Y esta individualidad y creatividad se conserva”.
El pegamento

“No somos seres humanos teniendo una experiencia espiritual. Somos seres espirituales teniendo una experiencia humana. Usted no es un ser humano en busca de una experiencia espiritual. Usted es un ser espiritual sumergido en una experiencia humana.” (Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) Sacerdote, geólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo francés).Entonces, de acuerdo con lo desarrollado hasta aquí, el principal problema que debería sortear el cerebro humano para evolucionar hacia la inteligencia colectiva o el pensamiento en red propio de un Homo Gestalt, es el de la individualidad que también define al Homo Sapiens. Sin embargo, no es una valla imposible de saltar, tal vez la respuesta ya esté encriptada en el cerebro y sólo haga falta activarla.
Como bien dice el psiquiatra e investigador en evolución y neurociencias español Pablo Pitiklinov, “ciertos autores (Boyer, Atran, Norezayan), que están estudiando la religión desde el punto de vista evolucionista, están llegando todos a la conclusión de que la tendencia a producir dioses forma parte de la naturaleza humana y que la religión está ahí porque ofrece ventajas adaptativas, une al grupo y aumenta el número de genes que se transmiten a la descendencia, en definitiva. El cerebro humano produce dioses igual que el hígado produce bilis”.
Una de las razones por las que los creyentes sobrevivieron es que la religión les dio ventajas evolutivas como la cohesión grupal y el altruísmo. Pero en este juego de adivinar el siguiente paso en la evolución de la mente humana se le podría otorgar la oportunidad a la idea de que si todavía persiste con tanta resiliencia la fe, y los mecanismos para que un individuo experimente una conexión mística, es porque será imprescindible en el proceso.
Hay algunos indicios, como el estudio de Björn Vickhoff del Instituto de Neurociencia y Fisiología de la Universidad de Gothenburg, cuyos datos publica la revista “Frontiers in Neuroscience”, que mostró que cuando un grupo cantaba mantras o una canción juntas, sus corazones tendían a coordinar su ritmo de latidos. Y hay una gran cantidad de estudios que no permiten descartar una base neurobiológica para la Fe.
El investigador en neurociencia español Francisco Rubia afina la puntería: “Yo no diría que la religión es un fenómeno natural, sino social. Lo que parece natural es la espiritualidad, la sensación de trascendencia, o sea, lo que es hoy posible provocar por medios artificiales y siempre lo fue con técnicas activas, pasivas o por medio de sustancias alucinógenas. Es muy probable que esta experiencia espiritual que surge de estructuras cerebrales cuando son activadas experimentalmente, o de manera espontánea, o por un tipo especial de epilepsia, tenga que ver algo con la religión, al menos con sus comienzos. No parece casual que los fundadores de religiones hayan tenido esta experiencia”.
Por lo tanto, la experiencia mística bien podría ser una llave de entrada hacia el Homo Gestalt, por tratarse de un estado en el que, entre sus características principales figura que el que la vive se ve envuelto por una profunda sensación de unión con lo Absoluto y pérdida del yo y la individualidad.
En “Adventure into the Unconscious” John Custance (citado por Rubia) describe: “Me siento tan cerca de Dios, tan penetrado por Su Espíritu, que en cierto sentido soy Dios. Veo el futuro, planifico el Universo, salvo a la Humanidad: soy absoluta y totalmente inmortal; soy, incluso, masculino y femenino. Todo el universo pasado, presente y futuro, animado e inanimado está dentro de mí. Toda la naturaleza y toda la vida y todos los espíritus trabajan conmigo y están unidos a mí; todo es posible (…). En cuanto están superadas las contradicciones y mi estado de elevación es por sí mismo una superación o una unión de los contrarios, comienzan a desaparecer de alguna manera los compartimientos herméticamente cerrados de la individualidad, las duras capas que rodean nuestro Yo. Yo ya no soy yo, sino muchos: aquellos con los que me encuentro no son ellos mismos, sino también muchos otros”.
El relato se acopla con el de muchas tradiciones místicas de Oriente y Occidente. Y las acciones de esos seres múltiples, de haberlos, serían equiparables a los de un superorganismo.
La base neurobiológica
Escribe Rubia: “El resultado de estas investigaciones mostraría que una parte del cerebro es la responsable de nuestro sentido de espiritualidad, con lo que éste quedaría ligado al cerebro y, por tanto, sería algo innato en el ser humano. De esta forma el materialismo que lo negase estaría negando al mismo tiempo algo importante en la naturaleza humana” (Francisco Rubia, “La conexión divina”).
Varios intentaron explicar desde la neurobiología esta particularidad de las experiencias místicas de perder el sentido de la individualidad. Entre los más conocidos figura el estudio publicado en “The Mystical Mind: Probing the Biology of Religious Experience”, por los doctores Andrew Newberg y Eugene d’Aquili de la Universidad de Pennsylvania (1999). Ellos obtuvieron imágenes cerebrales vía SPECT del doctor Michael Baime durante sus experiencias místicas. Comprobaron que se le encendió la corteza prefrontal y bajó la actividad de una zona en el lóbulo parietal superior, encargada de procesar la información acerca del tiempo y espacio. La misma que determina dónde el cuerpo termina y el resto del mundo comienza. Escribieron: “No hay manera de determinar si los cambios neurológicos asociados con la experiencia espiritual significan que el cerebro está causando esas experiencias…. o si en vez esta percibiendo una realidad espiritual”.
Francisco Rubia entiende que la búsqueda de lo espiritual, lo divino, tiene que haber estado presente desde que el momento en que el Homo sapiens haya caminado por primera vez. Además, recuerda que estas estructuras responsables de la espiritualidad pertenecen al sistema límbico, que se desarrolló con los mamíferos y mucho antes que la corteza cerebral. Explica Rubia: “El sistema límbico es un cerebro de afectos y sentimientos más arcaico, pero no sólo presente en nuestro cerebro, sino que también ha sufrido una evolución desde los mamíferos más primitivos hasta el hombre. Es una grave equivocación pensar que por tratarse de estructuras más antiguas, éstas no han evolucionado a lo largo de los millones de años que los mamíferos pueblan la tierra”.
Y hay más. Neuroimagenes de personas rezando o leyendo textos sagrados así como los estudios relativos a los efectos de la drogas contra el parkinson apoyan la teoría de que existe una relación entre la corteza prefrontal y la actividad religiosa (Zimmer 2006, Harris y McNamara 2008). También está probado que los comportamientos religiosos evolucionaron a la par del uso de herramientas y de la cultura (Stringer yAndrews, 2005). Koenig y Bouchard (2006) y Harris y McNamara (2008) señalan que los estudios en gemelos apoyan la teoría de una alta herencia del coeficiente de religiosidad y demuestran que esto es una habilidad adaptativa de la arquitectura del cerebro humano.
Michael Blume (2009) asegura que la religión influyó y todavía lo hace, en las motivaciones personales de reproducción. La estadística de mayor cantidad de nacimientos entre parejas religiosas que entre no creyentes avala este razonamiento (Inglehart y Norris, 2004; Newman y Hugo 2006, entre otros).
Entonces la cuenta es simple: si la “población religiosa” crece a un ritmo exponencialmente mayor que el resto, heredará la Tierra. Esta tendencia evolutiva humana hacia la espiritualidad y la religión son el caldo de cultivo para las experiencias místicas, y con ellas la tan buscada (por ellos) pérdida del yo o el ego. A esto hay que sumarle que las limitaciones físicas obturarían la posibilidad de una optimización anatómica del funcionamiento del cerebro y la evolución podría abrirse paso para el lado de un superorganismo más eficiente que la suma de las individualidades, favorecida esta vía por la tendencia humana a socializar y evolucionar en grupo.
En ese escenario, la posibilidad hipotética de una evolución hacia un Homo Gestalt Místico ya no resulta sólo restringida a la fantaciencia.
“Se vio a sí mismo como un átomo y vio a su Gestalt como una molécula. Vio a esos otros como una célula, y vio en su conjunto el diseño del ser en que, con alegría, llegaría a transformarse en la humanidad. Sintió que un raro sentimiento de adoración crecía dentro de él. Era ese sentimiento que la humanidad llamaba respetuosa de sí mismo. Extendió los brazos y de sus extraños ojos brotaron lágrimas. Gracias, respondió. Gracias; gracias. Y humildemente, se unió a ellos” (“Más que humano”, Theodore Sturgeon).